Cuando no soportas a tu madre -Psicología Malena Lede






Mi madre fue una mujer abnegada, trabajadora, generosa, de buen corazón y sobreprotectora, que hacía todo por sus hijas, pero también tenía rasgos histéricos, hacía escenas para manipularnos y no recuerdo si alguna vez me abrazó o me dijo que me amaba. Lo cierto es que vivía criticándome y diciéndome que era demasiado charlatana, rebelde y contestadora y que me callara cuando yo hablaba porque no sabía nada.

También era contradictoria y podía llegar a decirme que de las tres hijas, yo era la más simpática, porque tenía chispa y me gustaba hacer bromas; y también que era la más inteligente e independiente, porque estaba todo el día leyendo, era buena alumna y me agradaba la escuela, y porque siempre me las arreglé sola

Será por eso que me gusta estudiar y que fui la única hija que quiso tener un título universitario. Aún hoy en día sigo aprendiendo cosas; creo que inconscientemente, todavía quiero seguir demostrando que valgo.

La influencia de las madres para los hijos es crucial porque de ella depende la enorme carga emocional que llevamos muchos en el alma, todos nuestros complejos, nuestros conflictos, nuestra inseguridad y nuestros miedos.

A mi madre le tocó enfrentar una situación difícil cuando mi padre se enfermó de ELA y estuvo cinco años inválido. Tuvo que salir a trabajar, ella que nunca había salido de su casa.

Consiguió un empleo en la administración pública y eso la salvó, porque la enfermedad de mi padre fue muy larga y ella por ocho horas podía evadirse de ese escenario sin culpa.

Las cuatro sufrimos mucho con la enfermedad de mi padre, que sabíamos que era letal y que lo confinaba a él a una silla, habiendo sido un hombre muy inteligente y sociable que había sabido disfrutar de la vida al máximo.

Antes de terminar el secundario empecé a trabajar en una oficina, de modo que yo también pude alejarme del dolor de verlo todo el día cómo se consumía.

Mi hermana mayor tenía 22 años y era maestra especial en una escuela y la menor, que tenía diez años, era la que se quedaba con él toda la tarde. Eso la marcó toda la vida porque después tuvo muchos conflictos.

Cuando falleció mi padre, yo tenía 19 años, mi hermana menor 15 y la mayor ya se había casado.

Como seguía sin entenderme con mi madre, lo único que quería era irme de casa. Me casé a los 22 años, mi hermana menor a los 17 y por último se casó mi madre con un viudo que había sido padrino de bautismo de mi hermana la menor y amigo de mi padre. Las tres aprobamos el matrimonio porque él era una buena persona y porque ambos se habían quedado solos.

Durante muchos años viví en el interior del país de modo que nos veíamos poco, yo me recibí de Psicóloga en la Universidad Nacional de Córdoba, estando casada con dos hijos; y ella me sorprendió cuando vino a mi graduación con su marido.

Cuando volvimos definitivamente a Buenos Aires mi madre había quedado viuda; y cuando comenzó a envejecer, por esas cosas raras de la vida, y muy a pesar de ella, fui yo la única hija que estuvo al lado.

Sin embargo, aunque durante sus últimos años me hizo sufrir mucho por su forma de ser, hoy agradezco a Dios la oportunidad que tuve de hacer definitivamente las paces con ella, porque pudimos perdonarnos mutuamente.

Antes de morir pudo decirme que me agradecía todo lo que había hecho por ella y que me amaba; y al decirle que yo también la amaba me sorprendió cuando me contestó que siempre había creído que yo la odiaba. El otro siempre es un espejo de uno mismo.






Malena