Vivir en la calle





Vivir en la calle es un acto de heroísmo; representa el intento del hombre de sobrevivir fuera del sistema refugiándose en la marginalidad y retornando a la edad de piedra.

Quién puede saber la circunstancia singular que tiene cada una de estas almas prófugas de sus hogares o simplemente sin nada, que se pueden conformar con tan poco, acomodarse en cualquier lado y enfrentar las inclemencias del tiempo con o sin techo, viviendo el día a día y dejándose llevar por el viento, entregados mansamente a los avatares de la incertidumbre.

Los que yo conozco que hace años pernoctan en mi barrio, no piden limosna, señal de que hay gente que los mantiene porque parece no faltarles nada.

Más de uno que pasa corriendo porque llega tarde al banco, secretamente puede tener un extraño sentimiento de envidia hacia esos seres que se atreven, desafiando las estructuras, estar sentados todo el día sin nada pero también sin preocupaciones y siguiendo adelante a pesar de todo.

Pero es cierto que hay un orden natural, dentro de ese desorden clandestino de ocupar la vía pública. La gente que los ve, se vuelve solidaria, los ayuda, les llevan la comida al mediodía y a la noche y también, algo para el desayuno y la merienda; los jóvenes le hacen compañía, otros se acercan para hablar, tal vez para saber algo de sus vidas.

Son muchos los que se apresuran para proveerles frazadas, colchones, almohadas y demás enseres que necesitan porque de la noche a la mañana ya tienen lo imprescindible como para enfrentar las largas noches de invierno.

Hay gente que hace años que vive en la calle y que no cambiaría su condición por nada del mundo. No quieren ir a una pensión ni a un hogar de tránsito, quieren estar allí, en ese lugar que eligieron que parece no ser de nadie porque es de todos nosotros.

Algunos periodistas han hecho la prueba de quedarse una noche a la intemperie como ellos, para poder experimentar en carne propia qué se siente estar solo y no tener nada más que un techo para dormir debajo de un puente.

De noche pululan las ratas que los que andamos de día no vemos, pero que los que duermen en la calle no pueden evitar verl desfilar frente a sus narices.

Se roban las cosas entre ellos, por eso algunos andan con perros, para protegerse de los ladrones y para calentarse en el invierno.

Aprender a vivir en la calle lleva tiempo, pero cuando se acostumbran no se van más, desalentando con razones inexcusables al ejército de asistentes sociales que los visitan para intentar de que cambien de residencia.

La gente está tan acostumbrada a verlos que si desaparecen se preocupan. ¿Estarán enfermos? ¿Se habrán muerto? Y cada vez que pasan los buscan disimuladamente con la mirada para poder respirar tranquilos si los vuelven a ver saludables envueltos en sus trapos.

Me pregunto cómo se arreglan y dónde van al baño, porque los lugares públicos tienen el derecho de admisión y no permiten utilizar sus instalaciones si no son clientes.

A pesar de las pésimas condiciones sanitarias en que viven no se enferman, o tal vez cuando se pescan algo directamente se mueren y se saltean la etapa de enfermedad que viven los que se pueden dar ese lujo.

El problema de la gente que vive en la calle, en mayor o menor medida existe en todo el mundo, la mayoría padece de alguna enfermedad mental y ha huido de sus hogares, generalmente cuando pierden a sus padres. Sus familiares no los buscan porque vivir con ellos puede ser muy difícil.

Lamentablemente poco podemos hacer por ellos, los únicos que pueden, que son los que cobran sueldo para ocuparse de esto, parecen no tener solución, o tal vez se hacen los distraídos y se van pasando la pelota de repartición a repartición porque para ninguno es de su competencia.

Cuando llueve y hace frío y estoy cómodamente en mi cama a punto de dormirme, no puedo evitar acordarme de ellos.